lunes, 30 de noviembre de 2020

¿Cuál es la relación entre la “muerte de dios” y la “voluntad de poder”?

¿Cuál es la relación entre la “muerte de dios” y la “voluntad de poder”?

Uno de los temas más importantes tratados en el pensamiento del filósofo alemán Federico Nietzsche es el concepto de voluntad de poder, que se caracteriza, sobre todo, como un grito emancipador a todos los sistemas establecidos y, de alguna manera, promocionados por él. Sin embargo, surge una pregunta a este respecto: ¿Qué es la voluntad de poder?

Según Nietzsche, la voluntad de poder consiste en liberar al individuo del rígido corsé de la identidad y la unidad sustancial, y abrirlo a la experiencia cambiante del devenir de las apariencias, abrirlo a la diferencia de maneras de ser más allá de puntos de dogmáticamente inamovibles y categóricamente normativos. Se trata de una ruptura de la delimitación de lo individual para salir a una plenitud en la experimentación continua de lo otro y en las transformaciones del yo que esto supone, en olvido de una falsa unidad sustancialmente activa.   

Por su parte, el postulado de la “muerte de Dios” es un intento por examinar la vitalidad actual de los tres monoteísmos: judaísmo, cristianismo e islamismo. Según el autor, estos monoteísmos son anacrónicos en su religiosidad, su teología, su liturgia y sus ritos. Tales expresiones de los monoteísmos son anacrónicas porque son manifestaciones de un período donde Dios está vivo; ahora que está muerto, esas formas religiosas están fuera de tiempo.

Asimismo, habiendo visto estos dos postulados, surge otro interrogante: ¿Cuál es la relación entre la voluntad de poder y la muerte de Dios?

En primer lugar, hay que recordar y remontarnos muy a los principios de la historia de la filosofía occidental: los hombres, para dar una explicación a los fenómenos que, en aquel momento, eran inexplicables para ellos, solían decir e inventar muchos relatos e historias mitológicas en donde intervenían seres divinos con unas características eminentemente humanas: se enojan entre ellos mismos y castigaban a los humanos cuando estos los desafiaban o no cedían ante sus caprichos divinos, se hacían partidarios y protectores de los seres humanos cuando estos hallaban gracia ante sus ojos y los honraban y les daban un lugar muy importante en su vida y su escala de valores. Algunos de estos caprichos divinos dieron lugar a acontecimientos que quedaron plasmados en la épica narrativa mitológica como el sitio de Troya por diez largos años, la tortuosa travesía de Odiseo en el mar mediterráneo de regreso a su natal Ítaca, las penurias que tuvo que soportar eneas cuando huyó del sitio de Troya o el castigo impuesto a Prometeo luego de robar el fuego de los dioses, entre otros tantos que no se pueden mencionar aquí por falta de espacio.

Como acabamos de ver, el politeísmo y la creencia en las divinidades estaba sustancialmente marcado por una visión muy antropocéntrica que hacía que los dioses fueran creados o concebidos por una lógica increíblemente humana y, por tanto, estos mismos seres estaban a la merced de las pasiones propias de la naturaleza humana haciendo que la mitología fuese un juego de intereses entre los dioses olímpicos y los dioses.

No obstante, cuando llega la filosofía, la realidad empieza a ser explicada de otra manera. Es entonces cuando el hombre aparta su mirada de la creación del mundo por manos de los dioses y empiezan las explicaciones racionales de los fenómenos que el hombre logra contemplar a simple vista en el cielo, en la tierra y el mar con la pregunta elemental que se ocasiona por el asombro: ¿Por qué? Un poco más tarde, en la edad media, el mundo occidental adquiere un sentido teocéntrico, es decir, en la cima de las reflexiones filosóficas y teológicas del momento se encuentra Dios y las realidades divinas. En la edad moderna, gracias al renacimiento, el hombre vuelve a ocupar el centro y la cima de las reflexiones de los hombres y empiezan entonces a surgir la multiplicidad de las ciencias que conocemos hoy en día, adquiriendo el conocimiento, de esta manera, un enfoque científico o epistemológico. La edad contemporánea de la filosofía adquiere un tinte más crítico a la filosofía clásica al mismo tiempo que adquiere un toque de existencialismo que pretende juzgar y cuestionar todo el conocimiento y los principios que han caracterizado a la cultura occidental, especialmente al viejo continente.    

Es en esta época en que aparece un pensador revolucionario, capaz de proponer una nueva manera de ver la filosofía, una nueva perspectiva desde la cual él pueda recrear las cosas y organizarlas de la manera en  que a él le place: este pensador es Federico Nietzsche.

Aunque a primera vista voluntad de poder y la muerte de Dios no tengan una relación, lo cierto no podría estar más alejado de esta afirmación. Para empezar, hay que  decir que desde Nietzsche la historia de la filosofía se reescribió, o al menos eso es lo que pretende él con toda su ideología, pero ¿Cómo podemos afirmar tal cosa? ¿Cómo podemos sustentar todo esto?

En muy primer lugar, hay que establecer un paralelismo entre la temprana filosofía antigua y la filosofía contemporánea o, más precisamente, la filosofía  del siglo XX. En la temprana antigüedad, vemos que la filosofía destronó de su pedestal a la mitología en cuanto que ofreció una manera más razonable y explicable de concebir la realidad y el mundo que nos rodea. En ese momento, el hombre fue dejando paulatinamente las creencias en muchos dioses y a tener una percepción, como ya lo hemos dicho arriba, más racional de todo. Podría decirse exactamente lo mismo de lo que Nietzsche pretendió en su momento: ya no era la mitología lo que se pretendía destronar sino la existencia de Dios y la religión lo que quería excluir de la ecuación de nuestra realidad actual. Con todo, no hay que decir que fue el único que quiso esto. Arthur Schopenhauer ya había hablado de una transmutación o transferencia de valores de Dios al ser humano, y eliminando la existencia divina el hombre podría ocupar su lugar. En cierto modo podría decirse que el ser humano hizo lo exactamente opuesto cuando empezó a creer en dioses que representaban las diversas dimensiones de la realidad que lo rodean en la época antigua antes de la aparición del cristianismo en el mundo occidental, pero a diferencia de la antigüedad, la edad contemporánea ya contaba con casi os milenios de desarrollo tanto a nivel científico, filosófico y religioso como para poder resistir un embate de tal magnitud. Se podría decir, incluso, que en el renacimiento se hizo algo como lo que pretendía Nietzsche, aunque de manera parcial porque en aquel momento la ciencia y la religión, aunque ya habían tenido su ruptura, aun lograban convivir en paz, lograban estar yuxtapuestas.

 

Hoy en día vemos que se quiere hacer realidad, aunque de manera más soterrada, esta propuesta de Nietzsche, pero más que todo en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, donde muchos científicos propenden y promocionan una visión atea de la ciencia como el conocimiento de esta fuera una razón de peso para no creer en Dios y, en consecuencia, en todo lo que se refiere a la religión. Es cierto que hay muchas personas (y lo digo porque he conocido casos) que prefieren dudar de la existencia de Dios cuando empiezan a estudiar las diversas ciencias de la naturaleza y, como implicación agregada, conciben ínfulas de superioridad y de juicio con respecto a los demás.

Pero este no es el único elemento que debemos considerar en este escrito. Tenemos que hablar sobre la voluntad de poder y sus implicaciones prácticas en la vida de los individuos que componen la sociedad. Es aquí cuando vemos que el hombre quiere convertirse en la ley para sí mismo, incluso dejando de lado el imperativo categórico kantiano, que dice que aunque no tenemos un imperativo divino para hacer el bien, existe una especie de conciencia que nos manda a actuar bien por nuestra naturaleza humana y no por motivos sobrenaturales. Esto lo constatamos cuando el hombre dice que “una sociedad de ateos puede ser perfectamente moral”, dado que aquí los actos humanos no tienen la motivación sobrenatural que les da el cristianismo sino que tienen más bien un carácter natural o, para decirlo de una manera más laica, un carácter netamente filantrópico.

Pero los presupuestos ideológicos de Nietzsche (si es que es válido este adjetivo en este lugar) van mucho más allá. Este pensador propende por una ausencia total de toda regla universal propiciando así un relativismo que solamente lleva a la anarquía, tan dañina para cualquier tipo de sociedad que se quiera establecer en el mundo en cualquier momento de la historia. De hecho, no en vano Nietzsche es uno de los llamados profetas de la sospecha, y es considerado también uno de los pilares de la posmodernidad, que tanto quiere hacerse paso en la ideología de nuestros días donde se cuestiona todo y se pretende hacer algo nuevo, pero sin contar con los cimientos del pasado que tanto han caracterizado a nuestra sociedad de hoy en día.

Es entonces cuando vemos que la propuesta de Nietzsche tiene una doble vertiente: en cuanto a la teoría, la muerte de Dios. Esto no implica otra cosa que una pretensión de destrucción (como lo hizo la filosofía en otro tiempo con la mitología) de los presupuestos religiosos de una sociedad cristiana, judía y musulmán; esto se procura, más que todo, en el campo de las ciencias que tienen como objeto de estudio la naturaleza. La segunda vertiente tiene que ver, en cuanto a la práctica: la voluntad de poder. Esto implica que los valores que se le atribuyen a Dios se le puedan atribuir al hombre y que, así, el hombre sea nuevamente la medida de todas las cosas, pero eso es algo que ya se logró en la edad moderna, especialmente en el renacimiento cuando el hombre volvió a ser (de una manera más explícita, por supuesto) el centro de todas las cosas porque ya lo era en la edad antigua antes de que el cristianismo hiciera su aparición en la historia humana. Entonces queda la siguiente pregunta: ¿quería Nietzsche hacer  estas dos cosas a su manera? Estos dos factores, se convierten así, en las dos caras de una misma moneda, de la moneda que nos deja la filosofía contemporánea.

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