CRITICA DE LA RAZÓN LATINOAMERICANA
Ø ¿Cuáles son los
problemas que presenta el filósofo Santiago Gómez-castro a través del texto?
Entre
los problemas que presenta el pensador Santiago Gómez- castro en el texto,
podemos mencionar los siguientes:
Ø La posmodernidad no es otra cosa que la lógica
cultural del capitalismo tardío.
Ø La emergencia de nuevos rasgos de las sociedades
industrializadas como la popularización de la cultura de masas, la
desregulación del trabajo y la creciente informatización de la vida cotidiana,
hace que el sistema capitalista desarrolle una “ideología” que le sirve para
compensar los desajustes provenientes de las nuevas tendencias en el mundo del
trabajo y de las concepciones de la vida individual y colectiva.
Ø La posmodernidad también es una “ideología” propia
de la tercera fase de expansión del capitalismo, que se inicia después de la
segunda guerra mundial. A diferencia de las anteriores, esta tercera fase ya no
conoce fronteras de ninguna clase e incluso penetra en ámbitos como la
naturaleza, el arte y el inconsciente colectivo.
Ø Para lograr sus objetivos, el capitalismo tardío
engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de
cambiar la sociedad.
Ø El pensamiento posmoderno arroja por la borda la
idea misma de “fundamento”, con lo cual se arruina todo intento de legitimar
moralmente cualquier proyecto de transformación social.
Ø Al negar el potencial emancipatorio de la
modernidad, la posmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención
hacia el ámbito contemplativo de lo estético.
Para
el economista y filósofo Hinkerlammert la posmodernidad es un peligroso retorno
a las fuentes mismas del nazismo. La influencia de Nietzsche en los filósofos
posmodernos no es gratuita, pues lo que buscan es corroer los cimientos mismos
de la racionalidad. Al igual que su maestro, los autores posmodernos
identifican a Dios con el “gran relato” de la ética universal y anuncian a
cuatro vientos su muerte. Hinkerlammert también piensa que el “antirracionalismo”
de la posmodernidad está en la línea de una tradición anarquista que va desde
los movimientos obreros del siglo XIX hasta las protestas estudiantiles de los
años sesenta.
El
filósofo marxista cubano Pablo Guadarrama está convencido de que el
capitalismo, la innegable causa de la posmodernidad, es un “avance evolutivo”
sobre las estructuras feudales y coloniales de las sociedades latinoamericanas,
y justo por esa razón afirma que no puede hablarse de una “entrada de América
latina a la posmodernidad: mientras no termine de arreglar sus cuentas
pendientes con la modernidad, esto es, mientras carezca de una experiencia
completa del capitalismo y extirpen las relaciones feudales de producción,
resulta inoficioso e inútil pensar en una vivencia posmoderna de los países
latinoamericanos.
La
posmodernidad no es un fenómeno
ideológico, es decir, que no se trata de algo que ocurre en la “conciencia”
de ciertos filósofos alienados de su propio mundo latinoamericano, sino ante
todo de un fenómeno ontológico que
supone una transformación de las practicas al nivel del mundo de la vida, y
esto no solo en los países centrales, sino también en los periféricos durante
las últimas décadas del siglo XX.
Ø ¿Qué significa
plantear una crítica a la razón latinoamericana?
En
primera instancia, se piensa que no se puede hablar de posmodernidad en América
latina porque esta parte del mundo aún no ha saldado sus cuentas con la
modernidad y resulta muy inoficioso querer empezar un proceso ideológico cuando
aún no se ha terminado muy bien el anterior. Para que se pueda hablar de
posmodernidad en Latinoamérica ha de haber un proceso de desarrollo más logrado
de industria y cultura. En otras palabras, no se puede hablar de destruir una
casa si ni siquiera están bien construidos y terminados sus cimientos: se puede
hablar de posmodernidad en Europa y en otras partes del mundo precisamente por
el desarrollo económico y cultural que, respecto a Latinoamérica, estos
territorios tienen y que han permitido que la posmodernidad les salga al paso y
los enfrente para pretender cambiar todos los presupuestos que estos
territorios han considerado como propios.
Por
otra parte, la filosofía latinoamericana se ha caracterizado por ser un tipo de
pensamiento matinal, cuyo símbolo no es el búho hegeliano sino la calandria
argentina. Es decir que se trata de un
discurso que no mira hacia atrás justificando el pasado, como en el caso de
Hegel, sino que mira siempre hacia adelante, firmemente asentado en la función
utópica del pensamiento. Por ello mismo, dejar atrás este “discurso de futuro”
seria negar el anhelo de los sectores oprimidos en américa latina por una vida
mejor. Caer en el nihilismo posmoderno equivale a renunciar a la política en favor
de un “dejar hacer” en lo económico, “incorporando una voluntad débil y
autosatisfecha mediante las caseteras y los estéreos.
Sin embargo, la posmodernidad no es una simple “trampa ideológica” en la que caen ciertos intelectuales que se empeñan en mirar nuestra realidad con conceptos que no le corresponde, sino que es un estado de la cultura presente también en Latinoamérica. Una condición que, por lo demás, se corresponde con una “nueva imagen del pensamiento”. No es extraño que en lugar de sacar provecho de la crítica posmoderna, resemantizándola a partir de un diagnóstico de la actualidad latinoamericana, buena parte de nuestros intelectuales haya optado por mirar esta crítica como una nueva “ideología imperialista”. Por fortuna, no son pocos los autores que han argumentado a favor de un interés latinoamericano en el debate posmoderno, a sabiendas de que allí se están tratando problemas de gran interés para el diagnóstico de la ambigüedad con que América latina siempre vivió la modernidad.
Para
el politólogo argentino Daniel García delgado, América latina experimenta un
tránsito de la cultura “holista” –vigente hasta la década de los setenta- hacia
la cultura neoindivualista que emerge
en los años sesenta, pero que se deja sentir con más fuerza durante los
noventa. La cultura holista definía
“identidades amplias” basadas en la pertenencia a los colectivos y
solidaridades de gremio y clase, en el seno de una comunidad política en donde
se destacaba la función integradora de la nación, el papel fundacional de la
cultura popular y de la clase trabajadora, así como el imperativo de la
redistributiva asegurada por el estado. Este fenómeno se dio con mayor fuerza
en aquellos países que lograron industrializarse más rápidamente y construir un
estado fuerte, como México y argentina, pero en general puede decirse que echó
sus raíces en las herencias coloniales que comparten todos los países
latinoamericanos. La cultura
neoindividualista, por el contrario, se caracteriza por una tendencia a la
formación de “identidades restringidas”, en donde se valora lo microgrupal y lo
privado. La identificación con lo “nacional”, que antes actuaba como elemento
integrador y de reconocimiento, se repliega ante el impulso de una cultura
trasnacional jalonada por los medios de comunicación y las industrias
culturales.
García
Delgado asegura que esta pérdida de las certezas tradicionales no se produce
solamente debido a la quiebra del estado nacional ante el “imperialismo
económico” de los poderes trasnacionales, sino que tiene causas endógenas. En muchos países
latinoamericanos esta situación obedece a la disolución de los antagonismos
ideológicos vigentes durante el siglo XIX y parte del XX, a raíz de las guerras
civiles, y que fueron reforzadas posteriormente con la guerra fría. Si los
anteriores procesos de integración posicionaron a los individuos y colectivos
con respecto a sus “enemigos comunes”, como los conservadores, los liberales,
la oligarquía, el imperialismo o el consumismo que aglutinaban y daban sentido a las políticas de masas, pero
esta modalidad perdió fuerzas en la medida en que, desaparecidos los bloques
ideológicos, la lógica del poder se volvía cada vez más compleja y difusa.
Buscando
las causas endógenas de este cambio
de sensibilidad en américa latina, el sociólogo argentino Roberto Follari
señala dos factores: en primer lugar, la inusitada brutalidad con que las
dictaduras del cono sur eliminaron las organizaciones políticas de izquierda o
las debilitaron, sembrando una huella inevitable de temor entre la población.
Esto hizo que se propagara un marcado escepticismo en las posibilidades del
cambio estructural de la sociedad, pues de antemano se conoció el altísimo
coste social que implicaría la intentona. Desde esta perspectiva, el
“ablandamiento de las opiniones políticas resulta inevitable, lo mismo que la
adherencia a cualquier proyecto de “liberación integral”. El segundo factor
mencionado por Follari es la falta de alternativas sociales. La miseria de
amplias capas de la población, la creciente restricción de los ingresos en los
sectores medios, la corrupción de la clase política, todos estos factores
desembocan en una cultura de la
inmediatez, en donde lo importante es aprender a vivir a sobrevivir hoy,
que mañana ya veremos lo que ocurre. Amplios sectores de la población se han
visto obligados en los últimos años a sobrevivir mediante la economía informal,
sin protección ni representación social, librados enteramente a su suerte. El presente es el único horizonte de
significación a falta de un proyecto futuro.
¿Qué perspectivas propone el filósofo Castro-Gómez
en relación a los temas desarrollados?
Castro-
Gómez dice que muchos autores coinciden en señalar que un debate
latinoamericano sobre ese tema, o bien obedece a un interés extranjerizante de
las elites alienadas que buscan “estar a la moda”, o se trata de la expresión
ideológica del “capitalismo tardío”, en su actual fase de expansión planetaria.
En los dos casos, la crítica se basa en un mismo supuesto: el desnivel
socio-económico que se observa entre las sociedades del norte, donde reina el
hiperconsumo de bienes, y la sociedad latinoamericana, marcadas por la pobreza
y la violencia, haría imposible o sospechosa una transferencia de los
contenidos teórico- críticos de la discusión. Sin embargo, la pensadora chilena Nelly Richard ha señalado que este
argumento se mantiene dentro de un esquema típicamente marxista que subordina
los procesos culturales a los desarrollos económicos-sociales.
Nelly
Richard resalta dos factores que, a su juicio, explicarían la reticencia de una
parte de la intelectualidad latinoamericana al debate posmoderno. El primero es
el trauma de la marca colonizadora, que hace que muchos de ellos miren con
desconfianza todo lo que viene de “afuera” y crea una línea divisoria entre lo
propio y lo ajeno, entre lo extranjero y lo nacional. El segundo factor tiene
que ver con la crítica implícita del discurso posmoderno a los ideales heroicos
de aquella generación que proclamó su fe latinoamericana en la revolución y en
el hombre nuevo.
Suele suceder entre
nosotros que las polémicas filosóficas suscitan más bien adhesiones y rechazos
personales que reflexiones profundas. Los rótulos más generalizados son:
1.
El “fin de la modernidad”.
Quizás el más difundido de los clichés sea
el de presentar la posmodernidad como el “fin de la posmodernidad”. Pero nada
más inexacto que entender este “fin” como la terminación de una época y el
comienzo de otra. La posmodernidad no es lo que viene después de la modernidad
sino que es la asunción de la crisis que desencadena la modernidad misma. Se
trata de asumir aquello que la modernidad conlleva desde sus inicios, a saber,
el desencantamiento del mundo, sin pretender esconder este fenómeno detrás de
metarrelatos legitimadores, como los que fueron desplegados entre los siglos
XVIII y XX. El horizonte cultural de la modernidad conlleva el nacimiento de la
escuela y de los medios de comunicación como instancias capaces de “socializar”
a los individuos y pone en crisis la autoridad primaria de la familia y de la
transmisión oral de los saberes.
2.
Cuando
utilizamos la expresión “el fin de la historia” necesitamos una distinción
similar a la anterior porque ella tiene poco que ver con la posmodernidad. Esta
tesis presenta dos variantes: una es el teorema de la “poshistoria”, esbozado
en los años 50 por el sociólogo alemán Arnold Gehlen como una crítica a la
incapacidad de innovación de las sociedades industriales avanzadas, cuyo alto
grado de sofisticación material ha paralizado la creación de nuevos impulsos y
valores. La historia humana “ha finalizado” en razón a lo que único que avanza
es la maquinaria tecnológica que garantiza perpetua satisfacción a unas masas
incapacitadas para crear algo nuevo. La otra variante la presenta el politólogo
estadounidense Francis Fukuyma: la
historia humana “finaliza” cuando aparece una cultura global del consumismo
mediada por la democracia liberal y la economía de mercado (1992: 5-19). El
autor se apoya en Hegel (leído a través de Alexandre Kojeve) para afirmar que
la necesidad psicológica del reconocimiento constituye el sentido y el motor de
la historia. El deseo de unos pueblos de ser reconocidos por “otros” ha
impulsado pasiones como el fanatismo religioso, la guerra, el nacionalismo y el
odio durante siglos. Pero hacia finales del siglo XX, con la planetarización de
la cultura de masas, la gente necesita cada vez menos de la mirada de un “otro”
externo para sentirse aceptada. Los nacionalismos y los fanatismos palidecen
ante el triunfo de la democracia de masas, capaz de ofrecer a los ciudadanos la
satisfacción plena de su necesidad psicológica de aprobación, sin tener que
buscar “enemigos externos”. Para Fukuyama la historia ha llegado a su fin,
porque el anhelo de ser reconocidos se satisface con el consumo masivo que
garantiza la economía de mercado.
3.
Otro
de los rótulos a la posmodernidad es la “muerte del sujeto”, lo cual implicaría,
según algunos filósofos, la neutralización de toda oposición reflexiva y crítica
con respecto a la racionalidad instrumental dominante. De ahí que Habermas se
refiera a los posmodernos como los “jóvenes conservadores”, y los asocie a
posiciones de la derecha política (1990: 32-54). Pero ¿qué significa en
realidad esto de la “muerte del sujeto”? ¿Se tratará quizás de una consecuencia
lógica de la “muerte de Dios” anunciada por Nietzsche, tal como lo supone
Hinkelammert, o acaso de una nueva estrategia ideológica de los centros de
poder para “desarmar las conciencias”, como lo sospecha Arturo Andrés
Roig? Cuando
al final de Las palabras y las cosas Foucault dice que el hombre es una
invención reciente que está a punto de borrarse como un rostro de arena en los
límites del mar, no se refiere al sujeto empírico, sino al discurso que postula
al Hombre como sede y origen del lenguaje y el sentido, tal como lo expresaron
las nacientes ciencias humanas desde finales del siglo XVIII. Se trata del
humanismo al estilo de Sartre, que plantea la posibilidad de que el hombre se
libere de todas las determinaciones ajenas a su control gracias al conocimiento
que tiene o puede tener de sí mismo. El hombre como sujeto de su propia
libertad y de su propia existencia a partir de un acto de conciencia reflexiva
(1991: 40). Pero lo que las ciencias humanas del siglo XX descubrieron, afirma
Foucault, es que esa “naturaleza humana” susceptible de ser conocida
reflexivamente, no es otra cosa que una ficción. El psicoanálisis, por ejemplo,
ha mostrado que el sujeto pensante no se ubica en el centro de la actividad
humana, sino que la razón interactúa con fuerzas inconscientes que determinan
en gran medida nuestro comportamiento. La lingüística prueba que la distinción
entre el objeto y el sujeto es un efecto contingente de la combinación entre
determinados juegos de lenguaje. El mismo Foucault sostiene que la relación
entre poder y verdad es mucho más compleja de lo que se creía, pues la ciencia
misma se basa en relaciones de poder. La clínica, la psiquiatría y la pedagogía
son sistemas disciplinarios que conforman un campo de saber, unas técnicas de
investigación y recolección de datos sobre los que se “crea” el estatuto
epistemológico del objeto. Y ni siquiera las ciencias naturales trabajan con
sustento en una concepción especular de la verdad, sino sabiendo que nuestros
edificios teóricos están sometidos al juego del azar y de la contingencia.
Por último me refiero a uno de los reproches más populares que se han hecho a la posmodernidad desde la filosofía latinoamericana: el haber proclamado el “final de las utopías”. Nuevamente habrá que preguntar primero de qué tipo de utopías estamos hablando. Examinemos el caso específico de Lyotard, por tratarse de uno de los autores más controvertidos. Partiendo de los análisis de Wittgenstein, el filósofo francés advierte que los juegos del lenguaje están estructurados de tal forma que a partir de ellos resulta imposible pensar una comunidad humana en donde no exista el conflicto y, por tanto, la injusticia. Juegos tales como “argumentar”, “describir” o “preguntar” se construyen sobre la base de complejísimas cadenas de enunciados, en donde existen diferentes posibilidades de interconectar unas proposiciones con otras. Si no existe ningún metacriterio lingüístico que nos permita saber cuáles interconexiones debemos realizar, la elección de una o varias posibilidades se hace siempre a costa de otras. El resultado es el conflicto inevitable entre diversos juegos de lenguaje, o lo que es lo mismo, entre diferentes formas de vida. El heteromorfismo de los juegos de lenguaje significa que el disenso, la inconmensurabilidad, la disonancia y la paradoja no se pueden eliminar de la vida social, a menos que se recurra a un metalenguaje político: la violencia fascista. Según Lyotard, todo intento de “reconciliar” las diferencias existentes entre los juegos de lenguaje y entre las formas de vida configuradas por ellos termina casi siempre en la dictadura y el terror. Ahora bien, casi todas las “utopías de futuro” que se elaboraron entre los siglos XVI y XIX concibieron la sociedad ideal como aquella en donde reinaría la unidad y la armonía, donde no existirían ya más las luchas de clases y donde la comunicación entre las personas sería transparente y no mediada por relaciones de poder. La felicidad en esta sociedad futura sería vivida como ausencia absoluta de diferendos. La armonía y la homogeneidad serían características de una comunidad en donde ya no habría lugar para el politeísmo de los valores. Pero si la heterogeneidad y la diferencia se encuentran ínsitas en toda comunicación humana, como lo muestra Lyotard, entonces resulta claro que este tipo de utopías tendría que degenerar en modelos autoritarios de convivencia social, en donde la homogeneidad y el consenso podrían asegurarse solamente a partir del ejercicio despótico de un metacriterio religioso, económico, político y social.
Ø Qué aspectos
derivan de la lectura?
Uno
de los aspectos que derivan de la lectura es la controversia ante la aparente
contradicción resultante de la implicación del desarrollo económico y cultural
de Latinoamérica y la aparición necesaria de la posmodernidad cuando este
territorio deje de ser una latitud en vía de desarrollo. Esto hace emerger los
siguientes interrogantes: ¿está destinada América latina a desarrollarse
económica y culturalmente solo para que se dé el fenómeno de la posmodernidad?
¿Acaso no pueden emerger la posmodernidad y sus anárquicas consecuencias en un
contexto y en unas circunstancias como los que se viven ahí? ¿Ha habido
intentos soterrados, en las ideologías opositoras a los gobiernos de turno, de
imponer la posmodernidad como experiencia vital en las sociedades latinoamericanas
y que perduren hasta nuestros días? ¿Qué es lo que ha impedido que estas se
hagan más vistosas y repercusivas en las sociedades latinoamericanas de modo
que sean más fácilmente reconocidas? ¿Existe realmente la posmodernidad en
américa latina? ¿Cuáles han sido los factores incidentes en la falta de una
cultura del dialogo en los individuos que componen nuestras sociedades
latinoamericanas?