¿Cuál es la relación entre la “muerte de dios” y la “voluntad de poder”?
Uno
de los temas más importantes tratados en el pensamiento del filósofo alemán
Federico Nietzsche es el concepto de voluntad
de poder, que se caracteriza, sobre todo, como un grito emancipador a todos
los sistemas establecidos y, de alguna manera, promocionados por él. Sin
embargo, surge una pregunta a este respecto: ¿Qué es la voluntad de poder?
Según
Nietzsche, la voluntad de poder consiste
en liberar al individuo del rígido corsé de la identidad y la unidad
sustancial, y abrirlo a la experiencia cambiante del devenir de las
apariencias, abrirlo a la diferencia de maneras de ser más allá de puntos de
dogmáticamente inamovibles y categóricamente normativos. Se trata de una
ruptura de la delimitación de lo individual para salir a una plenitud en la
experimentación continua de lo otro y en las transformaciones del yo que esto
supone, en olvido de una falsa unidad sustancialmente activa.
Por
su parte, el postulado de la “muerte de
Dios” es un intento por examinar la vitalidad actual de los tres
monoteísmos: judaísmo, cristianismo e islamismo. Según el autor, estos
monoteísmos son anacrónicos en su
religiosidad, su teología, su liturgia y sus ritos. Tales expresiones de
los monoteísmos son anacrónicas porque son manifestaciones de un período donde
Dios está vivo; ahora que está muerto, esas formas religiosas están fuera de
tiempo.
Asimismo, habiendo visto estos dos postulados,
surge otro interrogante: ¿Cuál es la relación entre la voluntad de poder y la muerte
de Dios?
En primer lugar, hay que recordar y remontarnos
muy a los principios de la historia de la filosofía occidental: los hombres,
para dar una explicación a los fenómenos que, en aquel momento, eran
inexplicables para ellos, solían decir e inventar muchos relatos e historias
mitológicas en donde intervenían seres divinos con unas características
eminentemente humanas: se enojan entre ellos mismos y castigaban a los humanos
cuando estos los desafiaban o no cedían ante sus caprichos divinos, se hacían
partidarios y protectores de los seres humanos cuando estos hallaban gracia
ante sus ojos y los honraban y les daban un lugar muy importante en su vida y
su escala de valores. Algunos de estos caprichos divinos dieron lugar a
acontecimientos que quedaron plasmados en la épica narrativa mitológica como el
sitio de Troya por diez largos años, la tortuosa travesía de Odiseo en el mar
mediterráneo de regreso a su natal Ítaca, las penurias que tuvo que soportar
eneas cuando huyó del sitio de Troya o el castigo impuesto a Prometeo luego de
robar el fuego de los dioses, entre otros tantos que no se pueden mencionar
aquí por falta de espacio.
Como acabamos de ver, el politeísmo y la creencia
en las divinidades estaba sustancialmente marcado por una visión muy
antropocéntrica que hacía que los dioses fueran creados o concebidos por una
lógica increíblemente humana y, por tanto, estos mismos seres estaban a la
merced de las pasiones propias de la naturaleza humana haciendo que la
mitología fuese un juego de intereses entre los dioses olímpicos y los dioses.
No obstante, cuando llega la filosofía, la
realidad empieza a ser explicada de otra manera. Es entonces cuando el hombre
aparta su mirada de la creación del mundo por manos de los dioses y empiezan
las explicaciones racionales de los fenómenos que el hombre logra contemplar a
simple vista en el cielo, en la tierra y el mar con la pregunta elemental que
se ocasiona por el asombro: ¿Por qué? Un poco más tarde, en la edad media, el mundo
occidental adquiere un sentido teocéntrico, es decir, en la cima de las
reflexiones filosóficas y teológicas del momento se encuentra Dios y las
realidades divinas. En la edad moderna, gracias al renacimiento, el hombre
vuelve a ocupar el centro y la cima de las reflexiones de los hombres y
empiezan entonces a surgir la multiplicidad de las ciencias que conocemos hoy
en día, adquiriendo el conocimiento, de esta manera, un enfoque científico o epistemológico.
La edad contemporánea de la filosofía adquiere un tinte más crítico a la
filosofía clásica al mismo tiempo que adquiere un toque de existencialismo que
pretende juzgar y cuestionar todo el conocimiento y los principios que han
caracterizado a la cultura occidental, especialmente al viejo continente.
Es en esta época en que aparece un pensador
revolucionario, capaz de proponer una nueva manera de ver la filosofía, una
nueva perspectiva desde la cual él pueda recrear las cosas y organizarlas de la
manera en que a él le place: este
pensador es Federico Nietzsche.
Aunque a primera vista voluntad de poder y la muerte
de Dios no tengan una relación, lo cierto no podría estar más alejado de
esta afirmación. Para empezar, hay que
decir que desde Nietzsche la historia de la filosofía se reescribió, o
al menos eso es lo que pretende él con toda su ideología, pero ¿Cómo podemos
afirmar tal cosa? ¿Cómo podemos sustentar todo esto?
En muy primer lugar, hay que establecer un
paralelismo entre la temprana filosofía antigua y la filosofía contemporánea o,
más precisamente, la filosofía del siglo
XX. En la temprana antigüedad, vemos que la filosofía destronó de su pedestal a
la mitología en cuanto que ofreció una manera más razonable y explicable de
concebir la realidad y el mundo que nos rodea. En ese momento, el hombre fue
dejando paulatinamente las creencias en muchos dioses y a tener una percepción,
como ya lo hemos dicho arriba, más racional de todo. Podría decirse exactamente
lo mismo de lo que Nietzsche pretendió en su momento: ya no era la mitología lo
que se pretendía destronar sino la existencia de Dios y la religión lo que quería
excluir de la ecuación de nuestra realidad actual. Con todo, no hay que decir
que fue el único que quiso esto. Arthur Schopenhauer ya había hablado de una transmutación
o transferencia de valores de Dios al ser humano, y eliminando la existencia divina
el hombre podría ocupar su lugar. En cierto modo podría decirse que el ser
humano hizo lo exactamente opuesto cuando empezó a creer en dioses que
representaban las diversas dimensiones de la realidad que lo rodean en la época
antigua antes de la aparición del cristianismo en el mundo occidental, pero a
diferencia de la antigüedad, la edad contemporánea ya contaba con casi os
milenios de desarrollo tanto a nivel científico, filosófico y religioso como
para poder resistir un embate de tal magnitud. Se podría decir, incluso, que en
el renacimiento se hizo algo como lo que pretendía Nietzsche, aunque de manera
parcial porque en aquel momento la ciencia y la religión, aunque ya habían
tenido su ruptura, aun lograban convivir en paz, lograban estar yuxtapuestas.
Hoy en día vemos que se quiere hacer realidad,
aunque de manera más soterrada, esta propuesta de Nietzsche, pero más que todo
en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, donde muchos científicos propenden
y promocionan una visión atea de la ciencia como el conocimiento de esta fuera
una razón de peso para no creer en Dios y, en consecuencia, en todo lo que se
refiere a la religión. Es cierto que hay muchas personas (y lo digo porque he
conocido casos) que prefieren dudar de la existencia de Dios cuando empiezan a
estudiar las diversas ciencias de la naturaleza y, como implicación agregada,
conciben ínfulas de superioridad y de juicio con respecto a los demás.
Pero este no es el único elemento que debemos
considerar en este escrito. Tenemos que hablar sobre la voluntad de poder y sus implicaciones prácticas en la vida de los
individuos que componen la sociedad. Es aquí cuando vemos que el hombre quiere
convertirse en la ley para sí mismo, incluso dejando de lado el imperativo categórico kantiano, que dice
que aunque no tenemos un imperativo divino para hacer el bien, existe una
especie de conciencia que nos manda a actuar bien por nuestra naturaleza humana
y no por motivos sobrenaturales. Esto lo constatamos cuando el hombre dice que “una sociedad de ateos puede ser
perfectamente moral”, dado que aquí los actos humanos no tienen la motivación
sobrenatural que les da el cristianismo sino que tienen más bien un carácter natural
o, para decirlo de una manera más laica, un carácter netamente filantrópico.
Pero los presupuestos ideológicos de Nietzsche
(si es que es válido este adjetivo en este lugar) van mucho más allá. Este pensador
propende por una ausencia total de toda regla universal propiciando así un
relativismo que solamente lleva a la anarquía, tan dañina para cualquier tipo
de sociedad que se quiera establecer en el mundo en cualquier momento de la
historia. De hecho, no en vano Nietzsche es uno de los llamados profetas de la sospecha, y es
considerado también uno de los pilares de la posmodernidad, que tanto quiere
hacerse paso en la ideología de nuestros días donde se cuestiona todo y se
pretende hacer algo nuevo, pero sin contar con los cimientos del pasado que
tanto han caracterizado a nuestra sociedad de hoy en día.
Es entonces cuando vemos que la propuesta de
Nietzsche tiene una doble vertiente: en cuanto a la teoría, la muerte de Dios. Esto no implica otra
cosa que una pretensión de destrucción (como lo hizo la filosofía en otro
tiempo con la mitología) de los presupuestos religiosos de una sociedad
cristiana, judía y musulmán; esto se procura, más que todo, en el campo de las
ciencias que tienen como objeto de estudio la naturaleza. La segunda vertiente
tiene que ver, en cuanto a la práctica: la
voluntad de poder. Esto implica que los valores que se le atribuyen a Dios
se le puedan atribuir al hombre y que, así, el hombre sea nuevamente la medida
de todas las cosas, pero eso es algo que ya se logró en la edad moderna,
especialmente en el renacimiento cuando el hombre volvió a ser (de una manera
más explícita, por supuesto) el centro de todas las cosas porque ya lo era en
la edad antigua antes de que el cristianismo hiciera su aparición en la
historia humana. Entonces queda la siguiente pregunta: ¿quería Nietzsche
hacer estas dos cosas a su manera? Estos
dos factores, se convierten así, en las dos caras de una misma moneda, de la
moneda que nos deja la filosofía contemporánea.